(Página12-4 de Setiembre de 2008)
La hora de los trenes.
"El cine de Pino Solanas ha ido transitando tanto el documental como la ficción, pero siempre atravesado por la realidad, la política y las vidas de los argentinos libradas a ellas. Sin embargo, tras 2001, el director de La hora de los hornos, Los hijos de Fierro, Sur y El exilio de Gardel se entregó con fruición a filmar un ciclo de documentales sobre los motivos y las consecuencias del derrumbe del país. La próxima estación es la cuarta entrega y disecciona impiadosa y acertadamente el desmantelamiento de esa suerte de estructura ósea de un país como lo es su red ferroviaria. Voces, testigos, víctimas y pueblos enteros desaparecidos pasan frente a cámara, junto con cifras y gráficos, para delatar la invertebrada realidad a la que se condena al interior del país."
Movimiento "Tren para todos": http://www.trenparatodos.com.ar/
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LA ASISTENTE A LA CLIENTELA
En Italia, el ferrocarril empezò su carrera hacia la privatizaciòn. Para contener los costos, hay que reducir personal: miles de personas sobran y hoy, los dirigentes venidos de universidades prestigiosas, no saben cómo hacer. No saben nada de ferrocarriles, no tienen una ètica social y la ùnica verdad que proclaman es la del dios mercado. Pero tambièn, para desmentir a los incrèdulos, crean nuevos puestos para mover al personal sobrante y asi naciò la "asistente a la clientela".
Antes "usuarios" y ahora "clientes", los pasajeros que deben hacer frente al aumento de las tarifas, se ven recompensados con la presencia de una asistente que les explicará el por què de los retrasos y las causas ignotas de los accidentes. Les encontrarà los paraguas y los libros olvidados sobre el tren y dispondrà, algùn dìa, de toda la tecnologìa moderna para resolver el terrible problema de los pasajeros en sillas de ruedas. Confeccionarà cartelitos primorosos que informaràn "a la distinguida clientela" que los trenes de ayer han cambiado horario "por causas de fuerza mayor", sin saber que las locomotoras estàn paradas en los talleres sin personal y sin repuestos.
Ella, con su mejor sonrisa, harà frente al pùblico que viene a reclamar el viaje perdido tratando de explicar la falta de maquinistas, la reducciòn de los tiempos de mantenimiento o las disputas entre dos consorcios que tratan de resolver en los tribunales internacionales si debe pasar primero el tren lujoso francès o los vagones llenos de harina polaca que se encuentran frente a frente dentro de un tunel.
Pero la asistente no se adapta bien a los cambios de moda. Persiste en ella el espìritu del viejo ferrocarrilero. Ese orgullo de pertenecer a una cofradìa, sabièndose importante dentro de esas venas fèrreas que hacìan circular la linfa vital de un paìs y que hoy ya no es màs un servicio pùblico. Ella no logra entrar todavìa en la filosofìa de estos tiempos donde està todo dividido en "paquetes", en "productos". No se adapta bien al nuevo paisaje de shopping center en el que han convertido las estaciones.
No logra comprender què cambiò en realidad. Cree aùn que pagar un pasaje para viajar de un punto a otro sigue siendo eso y no como ahora debe recitar: "el acto de comprar un pasaje, significa que se està comprando el derecho a viajar de un determinado modo y con determinadas condiciones, determinando asi una calidad". No puede entender que si los trenes llegan con retrasos de horas, es porque el "producto que se comprò es de calidad B" y asì està estipulado tàcitamente: desde siempre no es lo mismo comer polenta que langosta.
Ingresò al ferrocarril por tradiciòn familiar y ese orgullo ferroviario que tiene impreso en los genes le impide comprender que es de prioritaria necesidad patriòtica desmontar el ente, transformarlo en sociedad anònima, desarmarlo en pequeñas piezas y ofrecerlo al mejor adquirente para pagar vaya uno a saber què deuda pública. Ella sigue aferrada al viejo concepto (cuàn errados debieron estar sus padres !) de que el ferrocarril fue creciendo de a poco, formado por las necesidades històricas de todo el pueblo y que es, por lògica irrefutable, un patrimonio nacional y que su venta significa la pèrdida de la soberanìa nacional. No se da cuenta, pobrecita, que el mercado reclama que el Estado se achique, que los privados haràn funcionar todo mejor, que se crearàn nuevas oportunidades para todos.
Como una pagana aferrada a los viejos metales, no cree que los mecànicos encontraràn trabajo en los shoppings que crecen en las grandes estaciones; no cree que el remate de los viejos talleres aumentarà la seguridad. Hereje, no tiene fe en el nuevo dogma de la nueva religiòn: los sacerdotes aparecen como iluminados, pero para ella son muy arrogantes y no ofrecen ninguna hostia en modo democràtico, sòlo reservan pèsimos chocolatines a los "clientes" que eligieron "comprar" pasaje de primera. Y le parece muy poco.
Ademàs, se siente maltratada. En la antiguedad, apenas hace unos años, la confraternidad era un grupo compacto, fiel a sus credos y tolerante de las diversidades. Con espìritu comunitario, acogìa en su seno anarquistas, socialistas, comunistas, y demòcratas cristianos, gentes que ahora vagan con la mirada perdida en el horizonte porque alguien decretò la muerte de las ideologìas. Todos eran casi hermanos, se querìan y se odiaban asi como eran: filibusteros, politicantes, arribistas o simples obreros que corrìan al amparo sindical para poder jugar a las bochas sin pagar el derecho de cancha. Las jerarquìas eran un juego burocràtico que premiaban la ancianidad y la experiencia.
Sabe que ya no existe màs aquel rito en el cual se llevaban a los niños a los puentes para respirar el humo denso de las locomotoras que les curaban el asma, no hay màs ancianos jubilados reunidos en los andenes para distraerse contando los vagones de los largos trenes cargueros. Ahora la policia los trata como vagabundos y no los dejan ni siquiera fumar.
Sabe que los tiempos fueron cambiando, pero tampoco vislumbra otras alternativas para mantener la vida activa en esos pueblitos perdidos en la montaña que no sea el paso cotidiano del tren benefactor y que razonados càlculos han cancelado. El afascinante brillo de los metales, el traqueteo del carguero de las cinco, las estaciones blanqueadas donde reinaba el sol del reloj enorme, no son màs que poesìa anacrònica.
Hoy, ella no puede comprender que el tono soberbio de los nuevos gerentes forma parte del èxito de la gestiòn. Se siente ignorante frente a los cuadros de vivos colores que explican los nùmeros frìos de la innovaciòn. Es incapaz de aferrar que las apariencias son la esencia del suceso. Por lo tanto, queda estupefacta ante el criterio de pintar de vivos colores las locomotoras destartaladas para hacerlas entrar de prepo en la "alta velocidad", disfrazándolas de tren bala, o de poner incòmodas mesitas de fòrmica entre los asientos y que no dejan la mìnima posibilidad de movimiento. No la convence la explicaciòn de que "el cliente comprò ese asiento y debe quedarse quieto hasta que llegue a destino".
Se ve a la base de una piràmide que tiene còdigos que responden a una tradiciòn, que habla un lenguaje comùn sòlo hasta un cierto nivel. Pero allà en la cùspide, en ese pequeño espacio refulgente reservado a los iniciados, palabras en inglés denominan actos que hasta ayer se nombraban en la jerga kocal. El idioma cambia y el que no lo comprende queda afuera del círculo áulico y es considerado un idiota. Tiene dudas y se pregunta a menudo de dònde vinieron esos personajes que parecen jugar con trenes infantiles.
La asistente a la clientela viene de otro puesto, fue transferida por eso de la flexibilidad. Antes, ganò su puesto por concurso, pero ahora eso no cuenta màs: vale el criterio del dedo, de la bella presencia, de la amistad, de la lealtad al nuevo credo. Ahora, el càntico incomprensible de los superdotados la reducen a espectadora fugaz de cada acontecimiento. La mìnima crìtica es considerada una herejìa. El sentido comùn desaparece y es reemplazado por la dictadura feroz de las òrdenes de la tecnocracia iluminada. En consecuencia, se siente desplazada, desarraigada, maldestra, con sentimientos de culpa por no poder identificar sus reales funciones y el rol que deberìa desempeñar. No sabe si lo que hace tiene un sentido. Rechaza la idea de la "comercializaciòn y la divisionalizaciòn" porque esas palabras no le comunican nada.
Antes "usuarios" y ahora "clientes", los pasajeros que deben hacer frente al aumento de las tarifas, se ven recompensados con la presencia de una asistente que les explicará el por què de los retrasos y las causas ignotas de los accidentes. Les encontrarà los paraguas y los libros olvidados sobre el tren y dispondrà, algùn dìa, de toda la tecnologìa moderna para resolver el terrible problema de los pasajeros en sillas de ruedas. Confeccionarà cartelitos primorosos que informaràn "a la distinguida clientela" que los trenes de ayer han cambiado horario "por causas de fuerza mayor", sin saber que las locomotoras estàn paradas en los talleres sin personal y sin repuestos.
Ella, con su mejor sonrisa, harà frente al pùblico que viene a reclamar el viaje perdido tratando de explicar la falta de maquinistas, la reducciòn de los tiempos de mantenimiento o las disputas entre dos consorcios que tratan de resolver en los tribunales internacionales si debe pasar primero el tren lujoso francès o los vagones llenos de harina polaca que se encuentran frente a frente dentro de un tunel.
Pero la asistente no se adapta bien a los cambios de moda. Persiste en ella el espìritu del viejo ferrocarrilero. Ese orgullo de pertenecer a una cofradìa, sabièndose importante dentro de esas venas fèrreas que hacìan circular la linfa vital de un paìs y que hoy ya no es màs un servicio pùblico. Ella no logra entrar todavìa en la filosofìa de estos tiempos donde està todo dividido en "paquetes", en "productos". No se adapta bien al nuevo paisaje de shopping center en el que han convertido las estaciones.
No logra comprender què cambiò en realidad. Cree aùn que pagar un pasaje para viajar de un punto a otro sigue siendo eso y no como ahora debe recitar: "el acto de comprar un pasaje, significa que se està comprando el derecho a viajar de un determinado modo y con determinadas condiciones, determinando asi una calidad". No puede entender que si los trenes llegan con retrasos de horas, es porque el "producto que se comprò es de calidad B" y asì està estipulado tàcitamente: desde siempre no es lo mismo comer polenta que langosta.
Ingresò al ferrocarril por tradiciòn familiar y ese orgullo ferroviario que tiene impreso en los genes le impide comprender que es de prioritaria necesidad patriòtica desmontar el ente, transformarlo en sociedad anònima, desarmarlo en pequeñas piezas y ofrecerlo al mejor adquirente para pagar vaya uno a saber què deuda pública. Ella sigue aferrada al viejo concepto (cuàn errados debieron estar sus padres !) de que el ferrocarril fue creciendo de a poco, formado por las necesidades històricas de todo el pueblo y que es, por lògica irrefutable, un patrimonio nacional y que su venta significa la pèrdida de la soberanìa nacional. No se da cuenta, pobrecita, que el mercado reclama que el Estado se achique, que los privados haràn funcionar todo mejor, que se crearàn nuevas oportunidades para todos.
Como una pagana aferrada a los viejos metales, no cree que los mecànicos encontraràn trabajo en los shoppings que crecen en las grandes estaciones; no cree que el remate de los viejos talleres aumentarà la seguridad. Hereje, no tiene fe en el nuevo dogma de la nueva religiòn: los sacerdotes aparecen como iluminados, pero para ella son muy arrogantes y no ofrecen ninguna hostia en modo democràtico, sòlo reservan pèsimos chocolatines a los "clientes" que eligieron "comprar" pasaje de primera. Y le parece muy poco.
Ademàs, se siente maltratada. En la antiguedad, apenas hace unos años, la confraternidad era un grupo compacto, fiel a sus credos y tolerante de las diversidades. Con espìritu comunitario, acogìa en su seno anarquistas, socialistas, comunistas, y demòcratas cristianos, gentes que ahora vagan con la mirada perdida en el horizonte porque alguien decretò la muerte de las ideologìas. Todos eran casi hermanos, se querìan y se odiaban asi como eran: filibusteros, politicantes, arribistas o simples obreros que corrìan al amparo sindical para poder jugar a las bochas sin pagar el derecho de cancha. Las jerarquìas eran un juego burocràtico que premiaban la ancianidad y la experiencia.
Sabe que ya no existe màs aquel rito en el cual se llevaban a los niños a los puentes para respirar el humo denso de las locomotoras que les curaban el asma, no hay màs ancianos jubilados reunidos en los andenes para distraerse contando los vagones de los largos trenes cargueros. Ahora la policia los trata como vagabundos y no los dejan ni siquiera fumar.
Sabe que los tiempos fueron cambiando, pero tampoco vislumbra otras alternativas para mantener la vida activa en esos pueblitos perdidos en la montaña que no sea el paso cotidiano del tren benefactor y que razonados càlculos han cancelado. El afascinante brillo de los metales, el traqueteo del carguero de las cinco, las estaciones blanqueadas donde reinaba el sol del reloj enorme, no son màs que poesìa anacrònica.
Hoy, ella no puede comprender que el tono soberbio de los nuevos gerentes forma parte del èxito de la gestiòn. Se siente ignorante frente a los cuadros de vivos colores que explican los nùmeros frìos de la innovaciòn. Es incapaz de aferrar que las apariencias son la esencia del suceso. Por lo tanto, queda estupefacta ante el criterio de pintar de vivos colores las locomotoras destartaladas para hacerlas entrar de prepo en la "alta velocidad", disfrazándolas de tren bala, o de poner incòmodas mesitas de fòrmica entre los asientos y que no dejan la mìnima posibilidad de movimiento. No la convence la explicaciòn de que "el cliente comprò ese asiento y debe quedarse quieto hasta que llegue a destino".
Se ve a la base de una piràmide que tiene còdigos que responden a una tradiciòn, que habla un lenguaje comùn sòlo hasta un cierto nivel. Pero allà en la cùspide, en ese pequeño espacio refulgente reservado a los iniciados, palabras en inglés denominan actos que hasta ayer se nombraban en la jerga kocal. El idioma cambia y el que no lo comprende queda afuera del círculo áulico y es considerado un idiota. Tiene dudas y se pregunta a menudo de dònde vinieron esos personajes que parecen jugar con trenes infantiles.
La asistente a la clientela viene de otro puesto, fue transferida por eso de la flexibilidad. Antes, ganò su puesto por concurso, pero ahora eso no cuenta màs: vale el criterio del dedo, de la bella presencia, de la amistad, de la lealtad al nuevo credo. Ahora, el càntico incomprensible de los superdotados la reducen a espectadora fugaz de cada acontecimiento. La mìnima crìtica es considerada una herejìa. El sentido comùn desaparece y es reemplazado por la dictadura feroz de las òrdenes de la tecnocracia iluminada. En consecuencia, se siente desplazada, desarraigada, maldestra, con sentimientos de culpa por no poder identificar sus reales funciones y el rol que deberìa desempeñar. No sabe si lo que hace tiene un sentido. Rechaza la idea de la "comercializaciòn y la divisionalizaciòn" porque esas palabras no le comunican nada.
Y asì, la asistente a la clientela, con los nervios a pedazos porque la multitud se agolpa fuera de su oficinita reclamando cosas imposibles, acusándola de ser insensible, tartamudea explicaciones sobre las polìticas y estrategias empresarias, repitiendo hasta el cansancio que ella se quedò en empleada estatal y que no puede responder por cada tren que pertenece ahora a una multinacional diferente.
A la hora del almuerzo, camina entre las piedritas que cubren estos rieles lustrosos y piensa que todo es irreversible como una catàstrofe natural. Elige un lugarcito al sol y se acuesta con parsimonia entre los rieles, pensando que quizàs es cierto eso del fin de la historia. Mira su reloj y calcula que el tren de las doce y diez deberìa llegar puntual.
Un viejo de mameluco azul, acompañado por un perro lanudo, vino a avisarle que algùn dirigente habìa despedido al jefe de una estaciòn chiquita y que, sin campanada de partida, el tren se quedò esperando un sustituto.
Frustrado su suicidio, comprendiò asì las razones de la pobre gente que se lamenta cuando no puede alcanzar su destino. Se alzò resignada y lentamente se dirigiò a su oficina, abriò el armario con cortinitas, llenò el tintero de vidrio, tomò la vieja pluma cucharita y se puso a redactar en el Libro de Quejas, con letra prolija, un largo discurso de protesta por el retraso.
Luego, al calor de la estufa de leña, se entretuvo confeccionando un gran cartel que decìa: "El ferrocarril es del pueblo, pida su parte".
A la hora del almuerzo, camina entre las piedritas que cubren estos rieles lustrosos y piensa que todo es irreversible como una catàstrofe natural. Elige un lugarcito al sol y se acuesta con parsimonia entre los rieles, pensando que quizàs es cierto eso del fin de la historia. Mira su reloj y calcula que el tren de las doce y diez deberìa llegar puntual.
Un viejo de mameluco azul, acompañado por un perro lanudo, vino a avisarle que algùn dirigente habìa despedido al jefe de una estaciòn chiquita y que, sin campanada de partida, el tren se quedò esperando un sustituto.
Frustrado su suicidio, comprendiò asì las razones de la pobre gente que se lamenta cuando no puede alcanzar su destino. Se alzò resignada y lentamente se dirigiò a su oficina, abriò el armario con cortinitas, llenò el tintero de vidrio, tomò la vieja pluma cucharita y se puso a redactar en el Libro de Quejas, con letra prolija, un largo discurso de protesta por el retraso.
Luego, al calor de la estufa de leña, se entretuvo confeccionando un gran cartel que decìa: "El ferrocarril es del pueblo, pida su parte".
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